POR CHELO MENDOZA
Tengo el corazón rasguñado por tus ramas arrastradas que amputaron tiritando. Intento ceñirme al adiós sin simiente al pasar por mi parque indefinido. Aquel pequeño bosque enramado, escondite de amores y juegos infantiles, abrazos contra troncos sabios y savias cosechadas. Niños armados con tirachinas y pícaras miradas en rodillas de chicas que cruzaban sus piernas, sentadas sobre aquellos bancos de piedra riendo y comiendo pipas que los pájaros audaces recogían del suelo con la misma habilidad con la que volvían a sus nidos.
En aquel pequeño paraíso había un guarda que, armado de paciencia, razón y cariño, cuidaba tanto del entorno como de nosotros. Él nos enseñó a coger las hojas sin dañar el árbol y a convertirlas en seda con una caja de zapatos y unos gusanos; a respetar sin temer, a saborear las moras maduras y a olvidarse de las horas.
Pero hoy resulta que los árboles están tan enfermos como nosotros.
Y una vez más entro en combate con mis recuerdos. En el patio de mi abuelo siempre hubo una gran higuera cargada de higos dulces y avispas, pero con una simple soga colgada de sus ramas, conseguía tocar el cielo.
Con los años, derribaron la casa y talaron la higuera numerosas veces, pero ella siguió creciendo con más fuerza y enloquece cada primavera. Su corazón se niega a decir adiós a aquellas tardes en las que nos dio sombra sobre su manto de hojas, a doblar sus ramas a la lechuza que, supersticiosa, se posaba en la noche; a los pájaros que picoteaban sus frutos y a los golosos enfadados por ello; a la lluvia que tantos días resbaló por sus hojas impregnando toda la casa con su aroma a higuera; a los que bajo su tronco soñamos y que intentábamos trepar queriendo alcanzar un sueño. Y ella extiende sus brazos como quien ama. Es por eso que no existe hacha que la tale, su nobleza es mucho más fuerte.