Martes, Febrero 11, 2025

b_280_300_16777215_0_0_images_fotos_colaboraciones_Miliciana_miliciana.png Los días previos al 8 de marzo del 2022 y con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer, una fotografía de una mujer rodeada de milicianos se hace viral en redes sociales como paradigma de la mujer empoderada.

POR J.M. APARICIO

La foto viral
b_280_300_16777215_0_0_images_fotos_colaboraciones_Miliciana_fotomiliciana.png El Museo Virtual de la Mujer Combatiente reacciona, afirmando haber identificado a la mujer de la foto, de quien expone en su web dos fotografías más. El blog del Archivo Histórico Provincial de Toledo quiere unirse a la celebración y, basándose en la misma foto, va un paso más allá publicando el 9 de marzo de ese año un artículo que titula Tres Hermanas Milicianas.
La mujer de la foto resulta ser Adelaida Lozano Gómez, natural de Corral de Almaguer. La instantánea está tomada el 16 de agosto de 1936 en Guadamur (Toledo), donde se había desplazado un grupo de milicianos en apoyo a la creación de la colectividad “Pablo Iglesias”, que integraría todo el término municipal, roturando las lindes de las propiedades privadas (hasta entonces solo dos fincas ocupaban el 52 % del término y dividiendo la tierra en parcelas. Desde allí, el siguiente paso era avanzar para reforzar el frente de Guadarrama.
La misma fotografía ya había sido identificada en Flickr (una red social para compartir fotos online) en 2010, y previamente había ilustrado la portada del libro Crónica de la Columna de Hierro, de Abel Paz, publicado en 2001. La controvertida Columna de Hierro, de tendencia anarquista y una de las leyendas negras de las milicias republicanas, operó básicamente en la retaguardia de la zona de Levante y, antes de su disolución, la diezmada columna combatió en el frente de Teruel, por lo que es imposible establecer cualquier vínculo con la foto referida.
Al igual que ochenta y cinco años antes, la imagen volvía a ser usada con fines propagandísticos. Si bien en los primeros años de la Guerra Civil este tipo de fotografías icónicas, de milicianas marchando al frente o milicianas en las trincheras eran utilizadas, sobre todo en la prensa extranjera, para dar la imagen de la República como ejemplo de gobierno moderno e integrador frente al totalitarismo rancio y excluyente que proponían los rebeldes golpistas, la realidad fue que, pasados los primeros momentos de la guerra, el papel de la mujer pronto volvió a los roles decimonónicos tradicionales del género, aunque esta vez en el frente y sobre todo en la retaguardia. Esto es lavar la ropa, preparar la comida para los combatientes, cuidar de los heridos, etc. Finalmente, en marzo de 1937 fueron desmovilizadas oficialmente para pasar a potenciar su papel, imprescindible, en la producción agrícola e industrial.
Como curiosidad histórica, la tarde del mismo día en que se tomaba esta fotografía se detenía en Granada al poeta Federico García Lorca.
Ahora, la foto viral da pie para contarles la siguiente historia, en dos partes, en la que, licencias literarias del narrador al margen, todos los hechos son ciertos.

“En Corral de Almaguer (Toledo), el 22 de septiembre de 1931 los braceros hambrientos trataron de boicotear un cierre patronal invadiendo las fincas para trabajar la tierra. La Guardia Civil, que intervino en apoyo de los amos, mató a cinco jornaleros e hirió a otros siete”.
El Holocausto Español: Odio y exterminio en la Guerra Civil y después.
Paul Preston

Miliciana

El traqueteo del desvencijado camión impide conciliar el sueño a la joven Adela, por lo que su mente divaga dispersa por todos los acontecimientos que finalmente la han conducido a viajar esa noche en el remolque descubierto del destartalado vehículo. Aterida de frío, se arropa con una raída y maloliente manta mientras se pega al resto de compañeros que no tienen ni mejor aspecto ni mejor olor que el socorrido textil.
“¿Por qué he llegado hasta aquí?”, se pregunta la joven, y la verdad es que no sabría responder muy bien. Es cierto que en su casa siempre se ha respirado un ambiente de izquierdas, sobre todo por su hermano Raimundo. Pero se atrevería a decir que todo empezó aquel día, siendo muy mocita, ya hace cinco o seis años, no recuerda bien, que “mi madre me había mandao para hacer un recao en la calle las tiendas advirtiéndome que tuviera cuidao, que estaban las cosas mu revueltas”, cuando oyó un griterío que venía de la plaza. Curiosa, se acercó para ver de cerca tanto jaleo. Recordó que el buenazo de Valentín, otro de sus hermanos, había comentado que uno de los mozos a los que enseñaba a leer y a escribir decía que “los jornaleros del campo ya se habían cansao, que ya llevaban dos días de huelga y que iban a ir al ayuntamiento a reclamar que los señoritos les subieran el jornal a un duro, que ya no tenían ni pa comer”.
Desde la esquina pudo ver cómo el gentío, que no paraba de chillar, reculaba contra la pared de la iglesia empujados por tres guardias civiles a caballo y, de pronto, “un guardia se puso a pegar tiros y toa la gente y yo misma salimos corriendo”. El corazón no le cabía en el pecho del sofoco y de la preocupación, pensando en Raimundo, que “con eso de la política a lo mejor estaba allí metío”. Aquel día, sigue divagando Adela mientras el ronroneo del motor y los baches de la estrecha carretera mantienen inalterable la vigilia de la joven, “habían matao a cinco jornaleros” y quedaron muchos heridos y luego, un día más tarde, se llevaron preso al Raimundo y la madre se puso como loca.
Lo que más le alteraba de aquellos recuerdos es leer lo que los periódicos de las derechas de aquellos días que le enseñó su hermano habían escrito. “Ni una palabra de misericordia para aquellos pobrecicos a los que además les echaban la culpa de to. Pobres y apaleaos”. En uno que se llamaba La Voz, que sacaba a una señoritinga enseñando las tetas, ponía que en Corral las proletarias eran predicadoras del amor libre, horrorosas con piel morena llena de verrugas, deseosas de enganchar algún mozo. “¡Josús qué penas!”, exclamó Adela verbalizando sus pensamientos.
Y luego empezó la guerra y ella no se lo pensó. Si ganaban los nacionales, ¿qué iba a pasar con los derechos que habían conseguido las mujeres con la República? Ahora podían votar, “si el marido te muele a palos te puedes divorciar e incluso puedes ir a la escuela” y, aunque ella misma, que ya tiene 20 años, era instruida (sabía leer y escribir gracias a Valentín), soñaba que Marca, su hermana pequeña, pudiera estudiar por lo menos hasta el bachillerato en Madrid. Incluso podían presentarse a las elecciones como los hombres. Así que, se apuntó a las Juventudes Socialistas y de ahí a Guadamur y luego a Madrid con las Milicias Populares.
Ahora, en este camión, volvía a Madrid después de pasar unos días para saber de la familia en el pueblo, y mucho se temía que la dejarían en la retaguardia curando heridos o haciendo la comida para los hombres, como ya iba viendo que pasaba con todas las mujeres que como ella habían dado un paso al frente para defender la libertad. Pensaba Adela antes de, ahora sí, quedarse dormida.
El ruido bronco de aviones a baja altura surcando la noche oscura la despertaron de su ensoñación violentamente. De repente, el cielo se iluminó con destellos cegadores. El sonido ensordecedor de las explosiones se apoderó del lugar. Adela, aturdida, se aferró con fuerza al camión mientras las bombas caían a su alrededor. El vehículo fue alcanzado de lleno, y la explosión lo hizo estallar en llamas.
El fuego la envolvió, y Adela sintió un dolor agudo mientras las llamas abrasaban su piel. Gritó en agonía mientras veía a sus compañeros ser consumidos por el infierno. La vida y la muerte danzaban en un macabro ballet en medio de la oscuridad y el humo.
Cuando el caos finalmente cedió, se encontró sola entre los restos calcinados del camión. Estaba gravemente herida, con quemaduras en gran parte de su cuerpo. La noche había sido testigo de la tragedia más cruel, pero a ella aún le quedaba aliento. Había sobrevivido, no podían decir lo mismo el resto de compañeros
de viaje.
Rescatada por un grupo de milicianos que hacían el mismo camino, la llevaron a un hospital improvisado donde recibió atención médica de emergencia. Aunque sus heridas eran graves, sobrevivió. No obstante la guerra se acaba para la joven Adelaida. No así sus consecuencias.

El alcalde y Pablo Neruda

“Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”.
Pablo Neruda

Neruda
 En 1939, más de 500 mil españoles republicanos escaparon del hambre, la cárcel y los fusilamientos y terminaron en campos de concentración franceses en precarias condiciones y con la amenaza de una nueva guerra mundial. Mucho antes de ganar el Premio Nobel de Literatura, el gran poeta chileno Pablo Neruda hizo historia al cambiar el destino de unos 2.300 españoles que sobrevivían, recién terminada la cruenta guerra civil, en campos de refugiados en Francia. Para ello se hizo nombrar cónsul para la inmigración española en París por el presidente de Chile, Pedro Aguirre Cerda. Con la nueva credencial bajo el brazo puso rumbo a Francia.
Una vez en el país vecino, Neruda consiguió el Winnipeg, un viejo carguero de maderas y minerales que en ese momento no era más que un cascarón herrumbroso y destartalado que tuvo que acondicionar para poder transportar a los refugiados. Posteriormente tuvo que seleccionar, una a una, a las más de 2000 personas, aproximadamente, que harían el viaje. Entre los elegidos se encontraba el corraleño Raimundo Lozano Gómez, hermano de Adelaida Lozano, la miliciana de este relato.
Finalmente, la mañana del 4 de agosto de 1939, el  Winnipeg zarpaba desde Pauillac rumbo a Valparaíso.

El alcalde
En la madrugada del 3 de septiembre de 1939, cuando el sol apenas asomaba por el horizonte, pintando el cielo con matices anaranjados y rosados, en la cubierta del Winnipeg la brisa marina era fresca y salada, una mezcla de esperanza y nostalgia flotaba en el aire. Entre los pasajeros que deambulaban nerviosos por la cubierta del descompuesto cascarón y después de un mes de travesía, se encontraba Raimundo Lozano Gómez, exalcalde de Corral de Almaguer, quien había encontrado refugio en Francia tras los horrores de la Guerra Civil Española. En sus ojos aún asomaba el brillo de la lucha y la esperanza, aunque en ellos también se vislumbraba el peso de las memorias de un conflicto que había devastado su país, dividido a su pueblo y roto a su familia.
   Con la mirada perdida en el horizonte, Raimundo divagaba entre recuerdos amargos y felices. Recordaba su pueblo, Corral de Almaguer, ahora dividido entre ganadores y vencidos. Allí gobernó brevemente como alcalde, si es que se podía llamar gobierno a aquel intento de ejercer en medio de tiempos tan convulsos. Todo había comenzado a torcerse con lo que más tarde se llamó “la revuelta del duro”, la revuelta de los temporeros contra los señoritos por un salario digno. Él mismo, junto a su amigo Leandro Plaza habían liderado esa revuelta que acabó con sus huesos en la cárcel y de regalo una bronquitis crónica de la que no se deshacía desde su estancia en ese lugar tan inhóspito y húmedo. Pero fueron afortunados en comparación con los cinco que perdieron la vida.
Recordaba, sobre todo, a su familia, a Matilde, su pareja, a la que no quiso comprometer en su huida; a su hermana Adela, de quién le habían contado que había sobrevivido a un bombardeo pero acabó con todo el cuerpo quemado; a su madre Crescencia... al resto de sus hermanos y hermanas ¿Qué sería de todos ellos ahora?
Raimundo fue uno de los muchos que, tras la caída de la II República, tuvo que huir para salvar su vida. En Francia, junto a miles de compatriotas, había encontrado un refugio temporal, pero la vida en los campos de refugiados franceses era dura debido a las  condiciones a las que fueron sometidos, con las inclemencias meteorológicas del invierno, con las incomodidades de unas instalaciones precarias e insuficientes y con la dureza, rayana a menudo en la desconsideración y las vejaciones, de los guardias africanos a quienes las autoridades galas habían encomendado la protección y vigilancia de los recintos. Allí la esperanza se desvanecía con cada día que pasaba. Fue en medio de esa desesperación que apareció una luz en la forma de Pablo Neruda, el poeta chileno que había decidido tender una mano solidaria a los refugiados españoles.
Neruda, con su carisma y determinación, había logrado convencer al gobierno chileno de recibir a más de dos mil refugiados. Había trabajado incansablemente para organizar el viaje en el Winnipeg, un barco que sería el símbolo de una nueva oportunidad para aquellos que habían perdido todo. El corraleño Raimundo recordaba el momento en que se encontró con Neruda en Francia. El poeta, con su voz profunda y su mirada comprensiva, había hablado sobre la necesidad de no rendirse, de seguir luchando por una vida digna y libre.
—Amigo, no perdáis la esperanza, le dijo Neruda en una de las reuniones. En Chile encontraréis un nuevo hogar, un lugar donde podréis reconstruir vuestras vidas y soñar de nuevo.
Aquel encuentro fue un rayo de esperanza en la vida de Raimundo. Aceptó la oferta de ser uno de los pasajeros del Winnipeg y, junto a otros tantos, se embarcó en una travesía llena de incertidumbre, incluso pocos días antes de esa mañana, les llegó la noticia de un intento de golpe de estado en Chile, donde una de las excusas esgrimidas había sido el agravamiento que supondría para el desempleo la llegada de los refugiados españoles. Incertidumbres, sí, pero también  promesas de un futuro mejor.
En la cubierta del Winnipeg, la madrugada de arribar a Valparaíso, Raimundo seguía reflexionando sobre los horrores que había dejado atrás.
 Recordaba como las urgencias de cambiar el país habían acabado con la esperanza del mismo, al dar argumentos a los que no querían cambios, posibilitando una guerra de vecinos, de hermanos, de noches interminables en las trincheras acompañadas del grito de los agonizantes, de los mutilados... Él mismo, a instancias del partido, había sido participe de esa premura permitiendo incautaciones y algún saqueo que no debieron ser consentidos. También llegó a ordenar calabozo para alguno de sus vecinos, pero en su ánimo estaba librarlos de ejecuciones sumarias y extrajudiciales tal y como se estaban realizando en diferentes lugares del país. Por las noches solía dejar las llaves del calabozo para que los familiares les pasaran comida. Pero también recordaba los momentos de solidaridad, de humanidad en medio de la barbarie. Como la ayuda constante e indesmayable de su amigo el cura Manuel Sánchez-Brunete, sin cuyo auxilio moral y económico no hubiera podido escapar. La guerra había sacado lo peor y lo mejor de las personas, y Raimundo había sido testigo de ambos extremos.
El viaje en el Winnipeg había sido una mezcla de emociones. Los días transcurrían entre charlas con otros refugiados, cada uno con su propia historia de dolor y esperanza, y la contemplación del vasto océano, que parecía reflejar la inmensidad de sus deseos y temores. Raimundo había hecho amigos en el barco, personas con las que compartía no solo el pasado doloroso, sino también el anhelo de un futuro mejor.
—¿Qué crees que encontraremos en Chile, Raimundo?, le preguntó uno de sus compañeros de viaje, un joven poeta que había perdido a su familia en la guerra.
—Encontraremos la oportunidad de empezar de nuevo , respondió Raimundo con convicción. Hemos perdido mucho, pero no hemos perdido nuestra capacidad de soñar y de luchar por una vida mejor.
Las horas previas al desembarco en Chile, la atmósfera en el barco era de expectación y nerviosismo. Los pasajeros se reunían en pequeños grupos, compartiendo sus esperanzas y temores. Raimundo, sentado en un rincón de la cubierta, dejaba que sus pensamientos vagaran libremente. Recordaba los versos de Neruda que tanto lo habían inspirado: “Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera.”
Estas palabras resonaban en su mente como un mantra, una promesa de que, a pesar de todo el sufrimiento y las pérdidas, la vida continuaría, y con ella, la posibilidad de renacer. La primavera de su vida estaba a punto de comenzar, y en Chile encontraría el terreno fértil donde echar raíces de nuevo.
Cuando el sol finalmente se alzó en el horizonte, marcando el comienzo de un nuevo día, Raimundo sintió una oleada de emoción. Chile estaba a la vista, una tierra prometida que les ofrecía una segunda oportunidad. Se levantó y caminó hacia la barandilla de la cubierta, mirando fijamente al horizonte. A su alrededor, los otros pasajeros compartían su entusiasmo, susurrando oraciones de agradecimiento y promesas de futuro.
El Winnipeg había sido más que un barco; había sido un símbolo de esperanza y solidaridad. Y mientras se acercaban a su destino, Raimundo sabía que, aunque los horrores de la guerra nunca serían olvidados, también serían una lección de resistencia y humanidad. En Chile, tenía la oportunidad de reconstruir su vida, de reunirse con su familia y de contribuir a una nueva sociedad que valorara la paz y la justicia.
Abajo los esperaba una multitud con un caluroso recibimiento. Ahí estaban Neruda y autoridades como el entonces ministro de salud Salvador Allende. Inmersos en la alegría del recibimiento, a los refugiados españoles aún les esperaba un nuevo motivo de inquietud. Más que por ellos, por sus familiares y amigos en España y Francia. Aquella mañana, los periódicos chilenos publicaban informaciones sobre su llegada. Algunos daban por olvidadas las alegaciones que se habían difundido contra ellos y las sustituían por expresiones de bienvenida, pero siempre subordinadas a la gran noticia del día: en Europa acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial.
La represión
“Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos sociedades o sindicatos no adictos al Movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”
(Instrucción reservada de 25 de mayo de 1936, firmada por el general Mola).

Desde el comienzo de la guerra, tanto sublevados como defensores de la II República aplicaron políticas de terror contra cualquier individuo sospechoso de simpatizar con ideologías contrarias. Las ejecuciones y desapariciones forzadas se convirtieron en métodos habituales para sembrar el miedo y tratar de  consolidar el poder.
En el lado republicano se implementaron los jurados populares como base de la Administración de Justicia compuestos por ciudadanos comunes que participaban activamente en los procesos judiciales. Además, se crearon “checas”, centros de detención y ejecución operados por partidos y sindicatos del Frente Popular.
En los territorios ocupados por las tropas del Movimiento, fueron sometidos a una estrategia represiva mediante los Bandos de Guerra y los Consejos de Guerra, estrategia ya perfilada desde antes de la sublevación por el general Mola. Tras la victoria franquista en 1939, la represión se institucionalizó mediante tribunales militares donde los juicios sumarísimos se convirtieron en la única forma de justicia. Se consideró delito de rebelión todo lo que se opuso al alzamiento del Ejercito y la Causa Nacional y que, por tanto, formó parte de lo que se denominó “rebelión marxista”.  
Con un hermano exalcalde del partido comunista, y con ella misma como miliciana republicana y militante de las juventudes socialistas, parecía claro, que tanto Adelaida Lozano como su familia pagarían caro su filiación política, y en algunos casos solo su parentesco. Este fue su destino:

Crescencia Gómez. La madre de la familia, acusada de ejercer una gran influencia sobre su hijo, Raimundo Lozano, durante su mandato como alcalde. Condenada a pena de muerte en Quintanar de la Orden, su pena fue conmutada a 30 años de prisión. Encarcelada en la prisión de Durango y trasladada a la prisión de Xativa, en Valencia donde encontró la muerte al poco tiempo.

Amparo Lozano Gómez. Condenada por adhesión a la rebelión en Consejo de Guerra celebrado en Lillo. Fue encarcelada en el Reformatorio de Adultos de Ocaña. El 22/05/1943 le fue concedida la libertad condicional provisional, con la liberación definitiva del destierro. Murió de muerte natural con 82 años en Villa de Don Fadrique.

Martina Lozano Gómez, (1899). Ingresó en la “Prisión Depósito Municipal” de Quintanar de la Orden el 10 de mayo de 1939, a los pocos días de finalizar la guerra y fue acusada de “rebelión”. Se le hizo Consejo de Guerra el 1 de julio siguiente donde fue condenada a muerte. Su pena fue conmutada por 30 años de prisión. El 8 de enero de 1940 es enviada a la Prisión Provincial de Toledo, de donde saldría dos días después con destino a la Prisión Central de Mujeres de Durango. Murió en la prisión de Amorebieta el 13 de diciembre de 1941. Dejaba 4 hijos.

Raimundo Lozano Gómez (1904). Alcalde de Corral de Almaguer en los inicios de la guerra civil. Cuando el avance de las fuerzas del Movimiento Nacional se hizo evidente se refugió en Francia, de donde partiría exiliado a Chile en el Winnipeg, el barco que reclutó el poeta Pablo Neruda. Murió en un pueblecito cercano a Santiago de Chile en 1963 de la enfermedad crónica que arrastraba desde su paso por la cárcel en 1931.

Ponciano Lozano Gómez (1910). Labrador de profesión. Afiliado a la UGT, se enroló en las milicias de Corral de Almaguer el 25/7/1936. Murió con el grado de teniente en La Casa de Campo (Madrid) el 3/11/1936. Tenía 25 años.

Dolores Lozano Gómez (1910), nacida en Villa de Don Fadrique, pero era vecina de Corral de Almaguer, como sus hermanas. Su historia, en la parte que conocemos, es idéntica a la de su hermana mayor, de manera que fue detenida el mismo día, ingresada en la misma prisión, sufrió Consejo de Guerra con la misma condena el mismo día y enviada a la prisión de Durango, con un breve paso por la de Toledo, en las mismas fechas que Martina. Murió en Villa de don Fadrique poco después de concederle la libertad condicional en 1944.

Valentín Lozano Gómez (1912). Sin ninguna filiación política, se le recordaba como una persona poco conflictiva que se dedicaba a enseñar a leer y a escribir a los campesinos que así se lo solicitaban en su escaso tiempo libre. Condenado a muerte por Consejo de Guerra celebrado en Quintanar de la Orden, fue ejecutado en la misma localidad en 1939. Tenía 27 años.

Adelaida Lozano Gómez (1916). Nuestra miliciana viral, origen de esta historia. Detenida como sus hermanas Martina y Dolores y su madre Crescencia. Fue sometida a Consejo de Guerra en Quintanar de la Orden con idénticos resultados que las ya citadas. Amputada de un brazo, consecuencia del bombardeo relatado en la primera parte de esta narración (Aloyón núm. 45), murió en la Villa de Don Fadrique a los 52 años, también consecuencia de las quemaduras resultantes del bombardeo.

Marca Lozano Gómez, la benjamina de la familia. Condenada por adhesión a la rebelión en Consejo de Guerra celebrado en Lillo. Fue encarcelada en el Reformatorio de Adultos de Ocaña. El 22/5/1943 le fue concedida la libertad condicional provisional, con la liberación definitiva del destierro. Murió de muerte natural en 1993 en Villa de Don Fadrique.

Además de la represión física, el franquismo ejerció un control ideológico y cultural estricto. Se instauró la censura y se suprimieron las libertades de expresión, asociación y prensa. La Iglesia católica también jugó un papel clave, colaborando en la imposición de una moral conservadora y nacionalista. La Transición Española, iniciada en 1975, buscó cerrar este oscuro capítulo, aunque muchas heridas quedaron sin cicatrizar.

Expreso mi especial agradecimiento a Eduardo Aguilar Muñoz, nieto de Amparo Lozano, cuya ayuda y documentación sirvieron para poner en orden la historia de su familia. De igual modo agradezco a Rufino Rojo y a Martina que aportaron detalles y dieron pistas esenciales sin las cuales la narración hubiera estado incompleta.

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